Jesús dijo a la gente: «Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto. Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará».
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Somos hijos de la luz,
y aunque no nos demos cuenta,
resplandecemos,
con un fulgor
que Dios nos puso dentro
desde el origen del tiempo.
A veces el brillo se nos apaga,
sepultado por otros destellos,
por fuegos de artificio
seductores pero vanos,
por focos brillantes
que apuntan en dirección
a las mentiras de turno
y a las vidas ficticias;
opacado por estrellas fugaces
que solo dejan
estelas de ausencia
y recuerdos.
Cuando eso ocurre,
parece quedar, tan solo,
la oscuridad, el vacío,
tu lejanía, la nada.
Pero somos los hijos de la luz
que se vuelve a colar,
por cada grieta,
por cada resquicio,
para ir iluminando
las batallas de dentro
y poniendo sentido
en las historias de fuera.
(José María R. Olaizola, sj)